Los animales tienen que matar para vivir. El universo encuentra su orden gracias a la muerte. Sin muerte no hay vida porque la vida no es solo vida: La Vida (con mayúsculas) es vida y es muerte.
Cuando hay un exceso de vida, se desequilibra la balanza y la vida se vuelve destructiva, terminando igualmente convertida en muerte. Pero la vida adopta una nueva forma tras la muerte, porque incluso la muerte está al servicio de la Vida: es experiencia, evolución, orden.
Las personas rechazamos la muerte pero al negar la naturaleza de los finales también bloqueamos los nuevos comienzos. De una forma u otra, todo cambio es una pequeña muerte, porque hay algo en ellos que termina para siempre pero también hay algo nuevo que nace. En este sentido, la muerte se pone al servicio de la vida.
Tenemos miedo a la muerte porque tememos que después no haya más vida. Pero aunque la Vida está llena de finales nunca hay un final definitivo porque después de cada experiencia acabada comienza una nueva y el proceso es infinito.
La Edad de Piedra terminó y dio paso al Neolítico; cuando acabó la Edad Media llegó el Renacimiento y después surgió el Barroco. Las estructuras evolucionan, con su destrucción van surgiendo otras nuevas que luego serán superadas por otras que también morirán.
No hay estructuras mejores que otras aunque si hay estructuras más conscientes e inclusivas que otras. La muerte se pone al servicio de esta evolución.
Las hojas del árbol caduco caen cada otoño después de haber sostenido frutos, y al llegar la primavera brotan nuevos tallos que se desplegarán hasta completar su ciclo. Nuestro bisabuelo murió pero nació nuestro padre y nuestro padre morirá pero algún día nacerá un nieto. Cambian las personas como cambian los lugares pero la esencia de la vida vive siempre.
Donde hoy hay muerte ayer hubo vida. Y cuando la vida que hubo ayer -donde hoy hay muerte- es honrada, la vida que hay hoy puede ser plenamente vivida.
Las muertes interiores y la transformación
Aplicando esta dicotomía vida-muerte a una experiencia humana, podemos ver que todas las persona experimentamos una constante transformación.
A veces hay que morir un poco para poder seguir viviendo.
Un día fui un embrión que murió para dar paso a un feto, que también murió para convertirse en bebé; ese bebé ya no existe, ni tampoco la niña que creció después. Todas ellas murieron en el mundo de la materia pero su esencia permanece en mi corazón.
A veces crecemos y seguimos siendo una versión obsoleta de nosotros mismos, nos sentimos estancados en el pasado y no podemos realizar un movimiento auténtico y espontáneo hacia la vida. Muchas pequeñas partes de uno mismo necesitan morir para que puedan emerger otras nuevas. Por eso a veces hay que permitir la muerte en uno mismo, para volver a ir hacia la vida.
Los diferentes aspectos de nuestra personalidad se forjaron para desenvolverse en determinadas situaciones y fueron muy útiles entonces, pero cuando una pequeña parte de esa personalidad ya ha cumplido su función y bloquea la espontaneidad, se vuelve disfuncional. Esas partes ya no pueden continuar el camino y hay que dejarlas atrás para dar paso a otras nuevas.
Sin embargo, tenemos miedo a que no haya nada después. “Si ya no soy esto, ¿Entonces quién soy?”, “Si pierdo este rasgo que me define como persona, ¿Entonces desapareceré?”.
La identificación con lo que fuimos nos impide fluir espontáneamente con lo que ahora somos. Cada año, cada día, cada instante nos ofrece una oportunidad para morir a lo viejo y nacer a lo nuevo, para alinearnos con lo vivo. Para llegar a esta comprensión a cada momento puedo preguntarme, “¿Qué hay vivo en mí?” Y simplemente sentir…
Hay un fuerte apego hacia lo que creemos que somos, hacia la identidad que nos hemos construido y sentimos que si soltamos esas máscaras moriremos y después no habrá nada. Pero cada vez que una capa se nos cae, damos un paso más hacia nuestra esencia y desde ahí la naturaleza de la vida vuelve a florecer auténticamente, tal y como es en este momento.
Cuando un ciclo se completa, un círculo se cierra y comienza uno nuevo. Si nos quedamos atrapados en uno, resistiéndonos a su final, nos estancamos en la muerte y dejamos de fluir con la vida. Se trata de aceptar la muerte para poder renacer a la verdad que somos a cada instante.
Entre la vida y la muerte siempre se escucha un silencio absoluto que nos señala algo profundo. En ese instante de paz que sigue a la muerte la verdad se siente y se intuye con más claridad que nunca.
La muerte da paso a una silenciosa verdad de la que puede emerger una vida renovada. Es en ese instante sagrado cuando nace toda posibilidad de transformación: solo de la confianza en lo que muere podemos nacer de nuevo a la vida.
La Vida también es muerte pero no vive quien se queda estancado en ella, vive quien la mira, la siente, la llora, honra sus formas, las despide y elige continuar conectado con su esencia. Cuando es aceptada, la muerte se vuelve combustible de vida. Las viejas partes de nosotros mismos liberan su energía y entonces podemos crear lo nuevo.
Lloremos al sentir la tristeza de lo que se va, honremos la belleza de la muerte. Lloremos hasta que se agoten las lágrimas, no hay nada más bello porque, si lloramos de verdad, es que estamos vivos. La muerte siempre abre el camino de la vida.